"La sombra del ayer es alargada" - Las paranoias de Addi.


En aquellas noches, el invierno era un factor inherente únicamente a la fecha anunciada por el calendario. No les importaba demasiado a unas vidas en constante ebullición, que éste se emplease a fondo utilizando todo su repertorio de tormentos: La lluvia simplemente propiciaba charcos sobre los cuales la luna se miraba creando reflejos mágicos que sobrevolaban el aire húmedo de las madrugadas, propiciando seductores efectos volátiles y silenciosos; el viento arrastraba las hojas creando un mar ocre que parecía reciclarse y ofrecer su repiqueteante oleaje siempre sobre el mismo punto, en la misma explanada del parque de Doña Casilda, donde bajo la mortecina luz de un farol, los besos mitigaban el ruido de la ventisca, acompasados con los pasos de los corredores de footing perdiéndose despistados en la oscuridad de aquel mar seco y amarillo.
No importaba el frío, que se veía incapaz de atravesar la fina coraza de unas epidermis dispuestas a no detener su excitación para proseguir con la felicidad de vivir el momento por encima de todo lo humano o lo esotérico, ni que la madrugada extendiese su plateado manto de rocío congelado sobre los parterres y los coches o que el sol careciese de la luz necesaria para encoger el diámetro de sus pupilas y que el verde gatuno de sus ojos tiñese su irrepetible rostro de esperanza y primavera.
En las noches que hoy recuerdo, los cigarrillos alojaban su veneno en unos pulmones que respiraban con la fuerza del incipiente soplo vital y amarilleaban unos dedos que jugaban con los elásticos de su sostén y la mordiente cremallera de mi bragueta.
La vida era un torrente que yo sentía en mis labios, mientras sedientos besaban el golpeteo y rebote de la sangre derrapando por su yugular, caliente y orgánica. La amistad era el resultado de una fe ciega en la eternidad de las cosas, en el viaje infinito y sin punto final de una existencia que ignora el viraje hacia lo terrenal que se esconde detrás de la última madrugada de excesos, fluidos y generosidades absolutas.
Las canciones se clavaban en las tripas y desde allí nos hablaban, desde dentro, haciendo sus sonidos y sus palabras resonancia de eco y alcanzando su magnitud nuestras neuronas excitadas y proclives a dejarse provocar por la intensidad de unas palabras y acordes que sentíamos hechos para nosotros, por eso vivían disueltos con el tuétano, incrustados en el esqueleto, dando movilidad a unas caderas incisivas y afiladas para amar y correr siempre hacia el horizonte incierto pero bello.
Los libros se tornaban lecciones que nos habrían de hacer mejores, enseñanzas de una dimensión irreal, arcanos que se nos revelaban en silencio, dotandonos de una lucidez tan blanda como encorajinada, pero que bruñía nuestro intelecto de una capa de comprensión que creíamos exclusiva, pero que de poco servía sin los tormentos de la vida.
Doy otra vuelta en la cama, aún no ha terminado el invierno y sus largos y huesudos dedos han hincado sus uñas de hielo en mis carnes y no hay mantas que templen mi sangre desde que el hueco de su cuerpo en el colchón fue ocupado por la bruja del pasado, el aire que ella respiraba ahora lo envenena el hechicero de las preguntas postergadas e ignoradas y la única risa que canturrea en la noche es la del monarca de los recuerdos, vestidos de fiesta cuando ella estaba, y convertidos hoy en verdugos errantes que aniquilan el engaño de un pasado que ya no sé si fue tan glorioso, o todo fue un truco de mi imaginación.
El día que su beso fue un apresurado ejercicio de rutina y los amigos se fijaban en las urbanizaciones por la cercanía con la parada del metro, cuando en las noches miraba más al reloj que a su escote o a sus ojos verdes de henchidas pupilas. Aquella noche que dejamos la cama sin hacer, la canción sin terminar y los párpados no temblaban en el andén, cuando el instinto de vivir dando la espalda al porvenir nos parecía un ejercicio oneroso, ese día, aún sin arrugas en el rostro ni canas en el cabello, aún sin venas troqueladas en el mar agrietado del dorso de las manos, ni adquirida la costumbre de dar consejos que nunca seguimos, aquél día, a pesar de la bondad de los dígitos que marcaban nuestra antiguedad en el mundo, aquél día empezamos a envejecer.
Y esta noche pienso en todo aquello, esta noche recuerdo a los amigos de antaño que ya no están, que se fueron en silencio y de los que solo me queda, tras años de distanciamiento, la ráfaga de imágenes con que me ametralló la madrugada tras su funeral.
Y medito sobre la torpe estrategia, (¿torpe o cobarde?), de asumir la vida como un eterno adiestramiento hacia la libertad, la independencia, el autoabastecimiento sentimental. Releyendo "La sombra del ciprés es alargada", el maestro Delibes desliza en la mente de su protagonista la pesimista proclama vital del desasimiento frente al tomar de la vida lo que esta ofrece, evitar el dolor de tener que desasirse de lo que se disfrutó, para lo cual, indigno proceder es el de no asir nada y evitar el dolor de la pérdida.
Leo las inquietas palabras de don Miguel y descubro una vez más el despropósito de la filosofía que hace la vida de Pedro un viaje insípido por los márgenes del camino, sin adentrarse nunca en el meollo de la vida, evitando sufrimientos y también pasiones que se hagan merecedoras de esos posibles pesares.
Me contradigo actuando de similar manera, a pesar de las escaramuzas esporádicas y las soflamas pseudo-intelectuales que dan aparente carta de naturaleza a mis circunstancias, pero sigo perdiendo oportunidades de incorporarme, en pleno viaje hacia el mirador desde el que se verá el final de la senda, al desfile de gentes vivas, latentes y dispuestas a desasir lo asido.
Será mejor que intente dormir, el frío no remite y se ha incrustado en mis huesos como la nieve lo hace en las cumbres. Y a pesar de todo, gracias al cielo, mañana vuelve a salir el sol.

"...Vivir es ir perdiendo, me decía; e incluso, aunque parezca aparentemente que se gana, a lo largo nos damos cuenta de que el falso beneficio se trueca en una pérdida más. Todo es perder en el mundo; para los que poseen mucho y para los que se lamentan de no tener nada..."

"La sombra del ciprés es alargada" (Miguel Delibes).

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