En Moscú, la belleza, el sol, el Bolshoi y la Plaza Roja. Las paranoiras de Addi

La Plaza Roja

Llegué tarde a la ciudad y me costó encontrarlo. Se trataba de un pequeño pero acogedor hotelito en el centro de Moscú, en una calle estrecha y oscura en pendiente, casi escondido en la cavernosa oscuridad del otoño moscovita. No disponía de ascensor pero las escaleras, igual que los pasillos, se veían revestidos de una preciosa moqueta de tonos azulados. Los techos bajos y las paredes de madera de abeto en tonos también azules pero que simulaban cielos veraniegos, propiciaban ese ambiente hogareño que tan difícil es de encontrar en estos días.
En la recepción, una mujer que no parecía alcanzar aún la treintena pero que superaba la cuarentena me sonreía con una boca demasiado grande de carnosos labios rosados, que junto con una nariz estrecha pero larga en demasía, rompían con la simetría de un rostro alargado, radical en pómulos y mandíbulas que se veían recubiertos de una estirada piel blanca como la leche. Con una frente ancha y despejada, el pelo negro y brillante, estirado y recogido en un enorme moño sobre la cabeza y dos ojos azules, redondos y grandes, que parecían mirar con sorpresa y curiosidad, como miran las adolescentes listillas con ansia de vivir como sus heroínas de cuento de hadas, me dio la mejor bienvenida.
Hablaba y sonreía al mismo tiempo, me costaba concentrarme en los horarios del desayuno que me iba indicando con un inglés septentrional que se disolvía con esa sonrisa kilométrica, rosa y blanca. Me colocó sobre la mano la llave de mi habitación, sus dedos finos, huesudos y blancos me produjeron una vacilación: thirty four sir, welcome.


Dormí de un tirón, y a las siete estaba duchado y dispuesto a conquistar la ciudad. En la recepción entregué la llave a un chico joven de edad indefinible, con el pelo castaño claro, desgreñado y con apariencia de necesitar una buena ración de agua y jabón. Tras un desayuno frugal me sumergí en una mañana limpia y fresca que me bendecía con un cielo azul de postal trucada.
Trepando por una calle porticada, dejando atrás una intrincada plaza recubierta de isletas y taxis, me incorporé a una calleja que discurría en paralelo a un vetusto edificio, al fondo se intuía una plaza aún no visible por culpa de la radiante luz del sol, que hacía que el contenido de la misma adquiriera una tesitura fantasmal pero atrayente, como el tránsito al más allá.

Karl Marx
Cuando la alcancé y la luz se estabilizó, descubrí la estatua de Karl Marx. Saludé al camarada Carlos y me volví cadenciosamente, presintiendo lo que me encontraría, el egregio edificio que se alzaba ante mí me hizo bendecir la tierra que pisaba: el Teatro Bolshoi.
Más parecido a un parlamento que al templo del ballet y la ópera que es, contradecía la imagen de belleza rusa que aún mandaba en mi cabeza, llena aún de la recepcionista de la noche anterior, en la que la falta de simetría creaba un bello mosaico de rectas, curvas y sonrisas.
El Bolshoi estaba en cambio presidido por el absoluto equilibrio de sus líneas, perfiles y vértices. Sus ocho columnas se enroscaban en el firme marmóreo y dotaban al edificio de una prestancia que exhalaba respeto y dignidad.
Un panel de vidrio mostraba las imágenes en blanco y negro de alguno de los grandes héroes de la ópera rusa: Galina Vishnevskaya, Ileana Cotrubas, Nicolai Ghiaurov, Boris Christoff o Evgeny Nesterenko lucían como fantasmas del pasado ataviados con las vestimentas de Mimi, Tosca, Evgeni Onegin o Boris Godunov.

Teatro Bolshoi

Di la espalda al teatro con la promesa de volver a saludarle cada día que permaneciera en Moscú, y tras cruzar la soberbia Avenida Gorki, abarrotada de autobuses a pesar de lo temprano de la hora, me sumergí en una laberíntica escaramuza de callejuelas peatonales que escalaban retorciéndose y luciendo, arracimadas a sus fachadas, tiendas de recuerdos, de telefonía y algún restaurante disfrazado de tradición.

Nikolskaya ulitsa
El final del laberinto conducía a la elegante Nikolskaya ulitsa, a la que el sol, elevándose por el este, a la espalda de los frondosos y excesivos Almacenes GUM, dotaba de una sombra líquida y candente a la popular arteria. Paseando, con los famosos almacenes en los que la leyenda dice que Stalin lloró, a mi izquierda, la presencia de la Plaza Roja se sentía en mi interior como el temblor de las tripas del planeta antes de la explosión tectónica de resueltas de su ira.
Al final de las sombras, la luz amarilla del pálido y aún bostezante sol de otoño, se estrellaba contra el Museo de Historia de Rusia, más conocido por los lugareños como el Edificio Rojo, que según avanzaba se acercaba a mi, mostrándome su abrupto y reaccionario perfil.
La desembocadura era radical y rompedora, sombras derrotadas ante la luz, el reloj de la Torre del Salvador marcaba las nueve menos cuarto de la mañana y mi corazón se revolvía entre las costillas. Cuando me dejé bañar por el sol, fijé mi vista en el edificio rojo y su imponente faz.

Edificio Rojo

Sabía que siempre estaba mirando hacia la plaza, que yo ahora mantenía a mi espalda encarado con el admirable rostro rojo de aquella construcción tantas veces imaginada. Me encontraba a un giro sobre el eje de mi cuerpo de plantarme ante ella, tan mítica y soberbia, tan engreída y sabelotodo, tan apoteósica y suficiente... tan bella y tan fría, observadora del devenir de una parte del mundo: la Plaza Roja.


Me volví, despacio, degustando o intentándolo al menos, el momento. Me golpeó su grandeza, y caminé sobre los adoquines paralelos al cielo más azul que jamás creí ver. A mi derecha se extendía la Muralla del Kremlin, que esconde el parlamento ruso y la plaza de las cuatro catedrales, custodiada por las dos torres coronadas por la estrella roja, que marcan la hora oficial, y a sus pies el rectilíneo y pétreo mausoleo donde descansa Lenin, el líder de la revolución bolchevique, el que tomó el Palacio de invierno en la bella San Petersburgo en otro octubre, ciento seis años atrás.

Torre del Salvador
La confrontación de la amarilla luz del sol contra el adoquinado creaba la sensación de que el suelo estaba iluminado y proyectaba una luz brumosa proveniente de las tripas de Moscú. La fachada victoriana de los almacenes GUM parecía ajena a la historia que se amontonaba sobre la atmósfera de la plaza y al fondo, como un espectro, la fisonomía de la Catedral de San Basilio. El sol tras ella la hacía permanecer en penumbras y dibujaba la sombra de su insólita silueta sobre el suelo. Fue que según avanzaba, apesadumbrado y recogido sobre mí mismo hacia el templo, que fueron mis ojos rellenos de sol descubriendo los colores, formas y detalles del impresionante santuario, hasta que a unos metros de él, nos miramos a la cara y descubrí que era tan bello como siempre imaginé, y absorto bajo la mirada de la torre del salvador, establecí un mudo diálogo con todo lo que me rodeaba. Alejado de la sombra que disparaba la iglesia, me preguntaba si la soledad era lo más oportuno para aquél momento.


Catedral de San Basilio

Para alguien tan remiso a mostrar sus sentimientos, poder estremecerme en soledad,derramar lágrimas y emocionarme sin temor de ser observado, era cómodo por así decirlo, y el momento era solo mío, pero ¡cómo me gustaría sentir el abrazo de otro cuerpo dando sustento a mi equilibrio!, notar unos besos sellando el momento y algún día poder revivirlo con alguien, pero ésta es una historia, una más, de soledad.


No sé cuánto tiempo estuve allí, perdido en medio del mundo, buscando parte de mí alrededor y fijando en mi memoria un episodio único, porque la Plaza Roja te derrota, te arrasa y al tiempo de bendice.
Rodeé la catedral de San Basilio y crucé el Puente Bolshoi Moskvoretsky dejando atrás la plaza,en busca de la ciudad, y encontré otros lugares y situaciones, pero eso tal vez contemos otro día.

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