La ciudad de agua y mármol, el anillo perdido, la grandeza de San Petersburgo.

Palacio de Invierno y Museo Hermitage

La luz blanca del amanecer se coló por debajo de las gruesas y pesadas cortinas beige del hotel Rus. El cielo volvía a iluminar el laberinto de canales de agua que sin duda debía ser la ciudad a vista de pájaro, y creaba ese ambiente de frescor húmedo, limpio y luminoso que se sentía como un corazón latiente sobre el suelo crispado por las heladas de San Petersburgo.

Karina dormía boca abajo, la besé en el omoplato, gruñó en ruso algo intranscribible a la lengua de los cristianos y resopló rindiéndose al sueño. Me vestí con cuidado y me deslicé por la moqueta azul Bilbao de la quinta planta del Rus hacia el ascensor, apreté el botón del bajo y la tierra heróica que soportó durante novecientos días el sitio nazi sin rendir la ciudad se acercaba a mis pies dejando arriba, sobre mi cabeza, el séptimo cielo.

El sol lucía más pálido que a orillas del mediterráneo, proyectando su luz amarilla sobre la hierba cubierta de hojas marrones y ocres que el otoño se encargaba de esparcir por el suelo, acariciaba ese sol la piel de mi rostro sin agredirla, con una sensación extraña de calor fresco, y el paseo por la orilla de cualquier canal se convertía en un ejercicio de contemplación de la vida al rumor del agua que discurre tranquila, como si ya conociera el recorrido que le ha asignado la orografía de la ciudad.

Canal que baña la Iglesia del Salvador sobre la sangre derramada

La avenida Nevski refulge de actividad a las nueve de la mañana, las tiendas están abriendo y los cafés despiden olor a comida de desayuno: té de jazmín, café y tortillas francesas. El metro, a más de ochenta metros de profundidad es una ciudad paralela, un río de humanidad y mármol cuyo cauce discurre bajo los canales, durante cinco minutos el viajero se aferra a la escalera mecánica que parece no llegar nunca a su destino subterráneo. Cuando lo hace finalmente entrega al pobre viajero a la magnificencia de unas columnas de cristal y mármol que hacen pensar en un palacio bajo tierra, a los bustos de héroes locales y a los hermosos mosaicos llenos de simbolismo socialista. Los oriundos pasean sus prisas y bostezos por aquellos pasajes tan conocidos que no llaman la atención de unas pupilas acostumbradas a pasear la rutina entre fastos palaciegos.

Nuestra Señora de Kazan, incrustada en el corazón de la avenida Nevski, obliga al paseante foráneo a hacer un alto en el camino, sortear el bullicio y penetrar en la más arraigada liturgia ortodoxa, las mujeres cubren su cabello con hermosos pañuelos y los hombres se santiguan ante las imágenes siempre planas y en bellas policromías de sus santos y vírgenes más queridos.

Nuestra Señora de Kazan

El final de la avenida coincide con una nueva explosión de luz e historia. Girando hacia la izquierda la magnífica catedral de San Isaac se impone, rodeada de columnas y presidida por la incuestionable cúpula, la terraza en la que los turistas se amontonan para disparar sus cámaras y sus hieráticas puertas de bronce. El interior es un torbellino de imágenes santas, el bronce y el lapislázuli se convierten en color y poder de santidad. Sorprenden las columnas marmóreas y las filigranas doradas que se retuercen formando intrincadas realidades brillantes que sirven de soporte a las bóvedas que representan las más arrebatadas imágenes bíblicas, obligando a los pescuezos a dislocarse y a los ojos a nublarse por efecto de unas lágrimas emocionadas que insisten en salir, una de ellas se deslizó hacia la comisura de mis labios dotando a mi paladar de una santa sensación de mar y frescor.

Interior de la catedral de San Isaac

Al salir del templo el sol insistía en rociar con su luz el parque anexo que tras una tela de ramas y hojas en descenso otoñal va poco a poco, paso a paso, descubriendo a unos ojos ansiosos la imponente plaza de la victoria, con su arco doble, su columna de Alejandro y el monumento homenaje a los héroes de Leningrado; allí permanece inalterable, bramando respeto y proclamando su suficiencia soberbia de grandeza asumida. Frente a las fachadas que forman un semicírculo perfecto se levanta egregio el Palacio de Invierno, la que fue residencia de los despóticos y hedonistas zares, que vivió en 1905 el terrible Domingo Sangriento y que sucumbió definitivamente ante la revolución bolchevique en octubre de 1917, para pasar sus muros a contener la catarata de riquezas acumuladas por la casta malvada y ególatra de los aristócratas y dar muestra de la ruindad de éstos, y al tiempo asombrar al mundo con la belleza de su legado ignominioso. El Palacio de Invierno alberga también hoy el indescriptible Museo del Hermitage, donde una vida y dos ojos no son suficientes para acometer tanta belleza y tanta obra maestra; y un cerebro no alcanza a divisar tal montante histórico de hitos y miserias.

Museo Hermitage


Sopa Borscht
Se revela el tiempo, acondicionado por los aires de revolución que se respiran en semejante entorno y la hora se nos echa encima aún en ayunas. Las tripas protestan y los ojos se arrugan, incapaces de absorber un lienzo más, no querían mis retinas ser desleales a Tiziano, Murillo o Van Eyck, no prestándoles la atención debida y el agotamiento no les permitía la mínima concentración, la visita, aunque incompleta había llegado a su fin, era lo justo y también lo honesto.

La comida fue cena, ya nos alimentamos de arte durante la jornada, y un restaurante pequeño de madera me ofrecía ambiente de roble, cerveza fría y la deliciosa sopa borscht.

El sol había abandonado el cielo de San Petersburgo, la noche extendía su manto de decadencia aderezada con fruslerías y romanticismos. La camarera me sirvió un vaso de vodka que me quemó la garganta y envalentonó el espíritu. Entonces me dí cuenta de que había perdido mi anillo, el anular de mi mano derecha estaba vacío y la ausencia de éste se hacía notar en el dedo, más delgado donde mi viejo anillo plateado vivió durante años. Tal vez sea la escusa perfecta y absurda para volver algún día a San Petersburgo: ¡recuperarlo!.

Comentarios

  1. Precioso relato, escribes de p.m. Addi y te veo un día sacando una novela. He seguido tus paso por San Petersburgo a través de tus fotografías, una suerte la mía. Muchas gracias.
    Un abrazo.

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    1. Muchas gracias Chals. Me encanta escribir, pero de ahí a escribir una novela jajaja. Lo he pensado muchas veces, igual un día me lanzo.
      Me alegra que hayas seguido las fotos, las comparto con cariño porque sé que tengo amigos sabios y amantes de lo bonito.
      Un abrazo y hasta pronto.

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  2. Brutal leerte, es como vivirlo. Casi he estado allí. Por ahora solamente me han entrado unas ganas bestiales de hacerme ese viaje. Abrazos.

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    1. Muchas gracias Johnny. Desde luego estoy muy contento, ha sido una gran experiencia en muchos aspectos, una gran nación.
      Un abrazo.

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