De callejas y plazoletas, del viejo continente, de cervezas y viandas, de paseo por Varsovia.


Raimundo Cantarranas sigue siendo, a pesar de que su edad no haga de ello algo predecible, un viajero incansable, de los de mochila, mirada inquieta, pulmones ansiosos y libro sabio para el camino.
Cada año cuenta los minutos, hasta que se cerciora de que el otoño ha hecho suyos los cielos de la vieja Europa, y entonces emprende camino. Solo, que no solitario, y con la misma ilusión depositada en cada recodo, en cada poyo de cada puerta, en cada claro de sol que se desata de entre las nubes grises del firmamento, que cuando era joven.

Ul. Swietojanska

Lo suyo no es el glamour de los grandes iconos de selfie o tarjeta postal, ni de final de vuelta ciclista, tampoco los escenarios de películas de Hollywood con galán y mocita de inocente belleza, ni las ubicaciones donde se desarrollan las persecuciones de agentes secretos, y menos aún los empalagosos espacios contaminados por el antropófago engendro del consumismo, invisibles por la multitud de turistas que impiden ver el bosque, cada uno con su ráfaga de flashes presta para apedrear el entorno.

Taberna Celibar
Lo que excita la sed de viajero que vive los lugares, que los respira, de Raimundo, es la callejuela de adoquines milenarios. Veredas que torturan las plantas de los pies y no hacen distinción entre acera y calzada, esas callejas en las que siempre manda la sombra, y más aún en otoño. Cercado el caminante entre unos muros que se alzan a no más de cuatro alturas, con la vejez hecha hermosura, pero hermosura humilde, tímida. Esas casas de tejados de pizarra que apuntan al cielo, desafiando a las nieves que cada año, sin faltar uno, aparecen cuando las luces que dan la bienvenida a la navidad mitigan la oscuridad que llega poco después de la hora de comer en los días finales de diciembre.
A ras de suelo, esos callejones recoletos y serpenteantes, enraciman portales de vetustas puertas de madera, comercios que hacen de lo antiguo su seña de identidad, bohemios talleres de pintores y artesanos que ofrecen su trabajo a los paseantes sin darse la importancia que sueñan con tener algún día, tabernas de piedra donde la cerveza es un arte y la paz una exigencia, iglesias de fervor callado pero sincero, farolas de forja que iluminan poco, pero bien, y una corriente de aire que acaricia, con su frescor continental de fragancia a libertad e historia, a muerte y codicia de reyes y nobles, de siglos.

Plaza del Castillo

Raimundo, cada vez que pasea por una de esas arterias minúsculas de la vieja Europa, mantiene la vista en el fondo del túnel de siglos que se amontonan en las mismas, siglos de pendencias y traiciones observadas desde las ventanas invisibles de madera, con párpados de contra-ventanas en eterna lucha contra la carcoma, enfiladas en escrupulosa geometría e incrustadas en los muros. Siempre la vista y la emoción concentrada en el último recodo, con la certeza de que desembocará en una de esas plazas milagrosas de perfección arquitectónica, de filas de tejados apuntando al infinito, plantando cara a los ojos de dios, de lineas rectas imposibles, de ojos de vidrio y madera que desde las fachadas hacen de la arquitectura una irresistible perfección matemática.
Una de esas plazas refrescadas por la diminuta fuente en honor a algún santo, o en el peor de los casos a algún clérigo que salpicó su vida de iniquidades. Suelen las provectas tabernas echar su mobiliario a la calle, y allí, a la lumbre de las estufas, alimentar a los visitantes con sus carnes, sus sopas de rancio abolengo y sus verduras, sus cervezas y sus caldos de moscatel, su hospitalidad y su belleza simple, apocada, serena y apenas consciente de su condición, esa facultad de eternidad, de inquebrantable paz de las plazas y las callejas de la vieja Europa, la que escuchó a Lutero y se mantuvo alejada de los vientos de fuego y muerte de la inquisición, la que no se zambullió en la asesina contra-reforma, la Europa de la guerra perpetua que golpea la piel de los hombres, y que esculpe la paz, construida y filtrada en la argamasa que es el cuerpo de las fachadas, la piedra que es la epidermis de las calzadas y el fuego que es la luz temblorosa de las farolas, la calma fría, silenciosa y sedante de sus ciudades amuralladas.


Iglesia de los Jesuitas y catedral de San Juan
Paseaba Raimundo hace unas semanas por una de esas callejas, cuando su visita a Varsovia le hizo admirar esas cualidades que tanto ama en la regia, sufridora y silenciosa Europa Santa. Dejando a su espalda el Castillo Real, que domina desde su soberana estructura la plaza que lleva su nombre y que mantiene los últimos vestigios de la vieja y moribunda muralla, siempre vigilada desde la altura que facilita la tarea al contrareformista Segismundo III, que aún extiende su majestad desde el alto de la columna corintia levantada en su honor frente al castillo, y a cuyos pies muere la arteria principal de la ciudad: la avenida Krakowskie Przedmieście. 
Deslizándose pues, tras abandonar la sombra del castillo, y sumergiendose en la oscuridad del callejón medieval que responde como Ul. Swietojanska, toreando las embestidas de los frailes que pasean su perenne silencio monástico al resguardo de la Archicatedral de San Juan Evangelista y su vecina, que se alinea a su vera en íntimo contacto pétreo: La iglesia de los jesuitas. Bien le pareció al buen Raimundo mitigar su sed en la añeja y acogedora taberna Celibar, frente a los templos referidos y donde el contraste del golpe de malta se hace placer al centrarse en un entorno de piedra, madera y el fuego de la chimenea.


Rynek Starego Miasta

De vuelta a la travesía, tras girar a la izquierda y avanzar entre el tumulto del mediodía, un rectángulo de luz rompe la sombra tibia que prestan los muros laterales al limpido ambiente centenar del hilo conductor de la ciudad vieja de Varsovia. Allí, en la luz, se concentra la mirada de Raimundo, acompasando el corazón, que rebota de gozo ante la certidumbre de verse pronto convergiendo en una nueva y austera plaza. Esta será la del mercado, conocida por aquellas gentes como Rynek Starego Miasta, pintoresco corazón de la ciudad vieja que conecta con el que fue un gettho judío de infausto recuerdo y que aún conserva parte del fatídico y vergonzante muro. 
Allí, el gentío se sumerge en el pasado, se acerca a los típicos puestos ambulantes de su mercadillo, y se deja absorber por la belleza plácida y sosegada de la decadencia lenta, irremisible y autocomplaciente de las ciudades como Varsovia, que avanzan con la cabeza vuelta al pasado, repitiendo como una letanía las bondades que asomaron pero no despertaron: lo que pudo haber sido y no fue...


En la plaza del mercado, las ventanas constituyen un ejercito en meticulosa formación, numerandose con las columnas y cornisas, sin desviar su expresión severa de pulcritud y disciplina, mientras se dejan acariciar por el otoño, alumbrar por el sol y mantienen el orgullo erecto. Desde su privilegiada posición se fijan en la presencia de las estrambóticas estatuas de dos sirenas que dividen la plaza en tres, de manera invisible y que dan sentido de historia triste al espacio, por otro lado optimista y alegre.


Sopa Zurek
Allí, en el lado largo opuesto al que los pintores callejeros reservan para mostrar sus acuarelas y carboncillos, se extienden los restaurantes tradicionales, con sus terrazas y sus carpas, repartiendo color y olor. Decidió Raimundo detenerse por primera vez en Romantyczna, donde su tradicional y sabrosa propuesta culinaria le convenció de las delicias de Polonia, también en lo gastronómico.
Difícil olvidar la sopa zurek y el pato con guarnición, la cerveza rubia y el licor. Los pájaros posándose descuidados y confiados en su mesa, aliviando la leve sensación de soledad, propia de las sobremesas mudas, silenciosas, un poco tristes que tiene que sufrir el viajero solitario. Haciendo registrar en las retinas todos y cada uno de los perfectos rincones de tan hermosa arquitectura, con las lágrimas asomándose a los ojos, sintiendose pleno y echando a faltar a alguien.
Tras pagar y prometer volver (doy fe que no faltó nuestro viajero a su palabra), Raimundo dirigió sus pasos hacia el antiguo ghetto judío, a pasear por una historia ignominiosa y desnutrida... pero eso, lo contamos otro día.




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