La noche de la magia, de Los Flechazos y de las lágrimas de San Lorenzo.


Lo primero que hacía al llegar a casa de la abuela en el pueblo era echar un trago del botijo. Durante las siguientes semanas no bebería agua de otra manera que no fuese así.

Retomar mi habitación, colocar el walkman en la mesilla y un paquete de pilas pequeñas, esa será mi única forma de escuchar música en los días sucesivos, abrir la ventana y respirar con fuerza, recogiendo todos los olores de cada verano para acostumbrarme desde el primer momento a ellos, eran mis primeros pasos, mis acuciantes necesidades, siniestramente olvidadas durante once meses de cemento y vidrio..

Desde la ventana enrejada de mi habitación se veía un trozo de huerta, una caseta encalada con tejado de plástico verde que se retorcía formando un oleaje tóxico y sucio donde se guardaban las herramientas y la manguera. Y a partir de ahí: el cielo; sólo interrumpía su azul León, la copa de los árboles que se levantaban tras el huerto y el chamizo.

Por la noche, escuchando un programa de radio titulado "susurros y caricias del verano" donde descubrí no pocas canciones, siempre baladas y medios tiempos, me asomaba a la ventana, con un cigarro en la boca y miraba a los murciélagos en su incansable recorrido circular y cíclico alrededor de la casa, contaba lo que tardaban en dar la vuelta y los veía recortar su tétrica silueta sobre la luna llena de agosto.

El sol flotaba como pulverizado, bañando la piel sin agredirla, pegando mi camiseta al pecho y mis bermudas a unas piernas acostumbradas a saltar y correr tras el balón en los patios traseros de un colegio cerrado por vacaciones. Allí jugábamos a baloncesto y también fumábamos, bebíamos y soñábamos con unos días que no dudábamos que podríamos moldear a nuestra voluntad dentro de una eternidad que no sospechábamos que estaba a la vuelta de la esquina.

Mi amigo Jesús me hablaba de quién había dejado el pueblo para estudiar o para trabajar: Fulano se había hecho guardia civil, mengano se ha ido voluntario a la aviación, Eva, la hermana de Paco el del bar se casa en septiembre, la ha dejado embarazada uno de Trobajo. Y yo que un año atrás la perseguía en las fiestas como poseído por sus ojos y sus caderas, sin poder pensar en nadie más.

El primer día de fiestas, por San Roque, nos encerrábamos en el patio trasero del bar de Mendo, cuando salíamos hacia la verbena nos sentíamos dioses, capaces de cualquier cosa: el hachís y la cerveza habían cumplido con su cometido.

Recuerdo aquél año que conseguí quedarme solo con Almudena, habíamos confiscado un radio cassette Sanyo y nos fuimos al otro lado de las vías: reimos, fumamos y bebimos. Me contó que no podía más con el pueblo, ni con sus padres, que ojalá pasase algo, pero nunca pasaba nada, las campanas de la iglesia solo llamaban a muertos. Yo le conté lo solo que me encontraba entre el bullicio de Bilbao, lo perdido que estaba entre tanta ilusión óptica que disparaba contra mi la ciudad y que muchas veces me refugiaba en los discos para no escuchar tanto ruido afuera, y en esos momentos la soledad se llenaba de imágenes que creaba para mi, que flotaban impulsadas por las canciones, y los acordes se dibujaban como tatuajes en mis párpados, y desde allí se colaban en mis sueños, y entonces el futuro dejaba de pesar y de apretar sobre mi yugular.

Sus pecas parecían brillar bajo la lluvia de estrellas, era la noche de las lágrimas de San Lorenzo, y al otro lado del cercado, más allá del cementerio, del lavadero y de los columpios, la orquesta tocaba "The final of countdown".

Pulsé el play en el viejo cassette robado, y mientras Alex Diez cantaba "Atrapado en el tiempo", Almudena y yo nos besábamos como si en el cielo no nos estuviesen observando miles de ojos brillantes, como si la única cosa bella de aquel bancal fuesen sus pecas y la suave curvatura de sus pechos, y Los Flechazos se convirtieron en el sonido perfecto para el momento de la verdad. Me atraparon en el tiempo, como minutos antes cantaban, y sin darme cuenta, entre respiraciones agitadas contraje con ellos una deuda eterna: la de la evocación de la magia por medio de sus canciones, ese hechizo que solo te visita en las noches de verano, cuando la juventud se siente, siquiera por un minuto, vulnerable, y necesitas el aliento de alguien estrellándose contra tu pecho desnudo, cuando amas como nunca antes a quien desde luego no está destinado para acompañarte más allá de la noche más lírica del verano, la del cielo cruzado de deseos buscando dueño, la noche de Almudena, la sombra del cementerio más allá del cerezo y la de Los Flechazos.

Muchas gracias a Alex Díez, la voz de mis veranos e inocencias bajo el cielo de San Lorenzo.



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