Los fantasmas de los Olabe - Las paranoias de Addi.


En 1981, Iñigo Olabe era un niño de once años. Para él, Franco era el asesino de su abuelo Martín. Sabía que aquél señor no dejaba a sus padres ni a sus tíos hablar en euskera, y que los perseguía si lo hacían. Le habían contado que Franco quería vengarse del tío Alejandro porqué era alcalde de Trapaga tras ganar las elecciones municipales de 1931, militando en el PNV, y que al final lo consiguió metiéndole en la cárcel durante diecinueve años, para devolvérselo a la tía Justa medio muerto, aunque él decía que demasiado vivo, y casi ciego.
En 1981, para Fernando Pacheco, de también once años, Franco era el señor cuya foto, el decrépito don Bruno volvía a colgar de la pared del aula día tras día, años atrás, antes de jubilarse, retirando y encerrando en un cajón la del nuevo rey. Aquél viejo y sádico profesor decía que el caudillo siempre sería el jefe del estado, y no aquél mequetrefe de Juan Carlos I.
El padre de Fernando era un trabajador del sector del metal que llegó a Bilbao desde su Segovia natal en los finales sesenta, y siempre evitó problemas políticos y sindicales.
Cuando Iñigo y Fernando empezaron la EGB cinco años atrás, el orden alfabético quiso que compartieran pupitre. Desde aquél día se hicieron inseparables, amigos, confidentes, casi hermanos.
Tan colosal era aquella amistad que los padres de ambos terminaron conociéndose, y a pesar de las diferencias ideológicas y culturales, se hicieron amigos.
Al llegar la primavera de aquél año, y recuperados del susto del 23-F, Ángel y Amaia, los padres de Iñigo, invitaron a Fernando a pasar un fin de semana en el caserío de la familia paterna, en el pueblo de Villaro.
El viernes, después del colegio recogieron a la pareja, que se pasó el viaje imaginando las mil aventuras que les esperaba aquél fin de semana en los bosques que rodeaban la casona.
Cuando llegaron, Fernando se sintió intimidado por el lugar; el caserío se incrustaba en la tierra desafiando a la pendiente. Se alzaba a la orilla de un camino sin asfaltar que conducía al monte Gorbea, que parecía vigilarles a todos desde las fantasmagóricas alturas nebulosas. Le llamaron la atención las ventanas de madera, pequeñas y pulcramente pintadas de verde, igual que el portón, rústico, de doble cuerpo de roble y que, como pudo comprobar, nunca se cerraba con llave. Piel de piedra coronada por un tejado de tejas marrones, casi negras y que protegían el austero interior del frío y la lluvia, aroma a fuego y humo, y el rumor de las piñas que crepitaban en la chimenea danzando con el fuego, le pareció el lugar más remoto de la tierra.


Les recibió Elvira, la abuela de Iñigo, Fernando sintió un estremecimiento que le recorrió la espina dorsal como si una hormiga calzada con cuchillas desfilase por su espalda. La imponente figura de la matriarca le sobrecogió, entonces pensó que nunca había visto una mujer de mayor tamaño, como una montaña, el rostro esculpido por el dolor y la dignidad, duro y cortante, pero de limpio cutis, terso y tirante, el pelo pegado al cráneo, blanco y recogido en un moño y una mirada gris, como de cemento.
Vestía totalmente de negro, y poseía una voz varonil, fría y segura, que marcaba distancias con sus vecinos y con el miedo, que nunca pudo someterla. Ni en los peores días, cuando la guardia civil la llevaba, en medio de la nevada nocturna al cuartelillo de La Salve en Bilbao para preguntarle por su marido, desaparecido desde el 36, o por su cuñado Raimundo, pensaban que estaban vivos y refugiados en la provincia, y sospechaban que ella sabía donde se escondían, y que les ayudaba con comida y abrigo. Están muertos, vosotros los matasteis durante la guerra, y no sabemos en que cuneta los enterrasteis, como a perros, respondía sin que el temblor se filtrase en su laringe. Ni los golpes, ni los insultos, las amenazas y la oscuridad lóbrega de la celda pudieron con la voluntad y el odio de Elvira, pero su rostro, hermoso y amable cuando casó con Martín a los dieciséis, no volvió a sonreír jamás.
El sábado, tras el desayuno, Iñigo y Fernando fueron a jugar, Iñigo le enseñó su mundo del pueblo, íntimamente adherido a los recuerdos de los Olabe, a la guerra y a los fantasmas de la familia. Le relató historias de la guerra, eran una estirpe de héroes, de gudaris, eso si, casi todos muertos antes de alcanzar la treintena.
Acurrucados en el pajar, frente al caserío, observaron a la abuela como daba de comer a las gallinas, acarreaba pienso y cortaba astillas para la chapa con un hacha negra y aterradora, imaginándose que cercenaba el cuello del cabo Julio Mas, que llegó al pueblo un mal día del otoño del cuarenta, para quedarse a esparcir miedo y maldad entre los habitantes de Villaro, mayormente viudas y madres de luto perpetuo sin ganas de continuar vivas. Un buen día, el aún joven cabo, apareció muerto, en una cata, en la zona minera, con la cabeza abierta y el rostro desfigurado a base de golpes y patadas, nunca se supo quién, o quienes fueron los responsables. Pero una noche de enero, antes de irse al averno, en un interrogatorio en la casa cuartel de Zeanuri, aquél miserable violó, golpeó y humilló a Elvira entre las risas y los tragos de aguardiente de sus esbirros, como no la pudo arrancar ni una palabra, la echó a golpes, pateando su espalda y sus piernas con sus botas de puntera metálica. La dejó tirada, medio desnuda y con la nariz rota, abandonada en medio de la ventisca, al cuidado de los lobos.
Iñigo llevó a su amigo a pasear por el bosque, hayas, robles y encinas se turnaban en una orografía dura, terrosa y espectral. Le llevo a su lugar favorito del bosque, a las trincheras, que aún se alineaban entre los sauces y los pinos. En aquellas trincheras habían luchado sus tíos y su abuelo Martín, y tal vez, allí dejaron este mundo. A su abuelo lo dieron por muerto en el año cuarenta y seis, aunque realmente no se sabe que le pasó. En un montículo que dividía la trinchera en dos, se observaba un espacio más profundo, como un círculo perfecto cavado en la tierra, es la trinchera donde se ponía la ametralladora rusa Maxim PM 1910 que disparaba el tío Alejandro, los ojos del joven Íñigo brillaban de emoción y orgullo al contarle las viejas leyendas de la guerra de los Olabe. Fernando escuchaba absorto, deseaba conocer más detalles.
Llenaron la trinchera de piñas, que después disparaban, convirtiendo sus cuerpos en morteros, contra un enemigo invisible, para ambos, aquello significaba la venganza por la desaparición del abuelo Martín, la ceguera del tío abuelo Alejandro, el fusilamiento de Raimundo, el exilio de los primos Goio y Sebas, que nunca regresaron ni escribieron. Con sus piñas intentaban ganar la guerra interminable contra los rebeldes fascistas, la que nunca termina.
Exhaustos, tras una dura pero victoriosa batalla, se dejaron caer contra la tierra dura y arcillosa. De repente, paseando por la trinchera, silbando una triste tonada y como flotando entre las paredes de tierra, rociado por un polvoriento rallo de sol de primavera que se colaba entre las ramas de los pinos, se acercó un hombre que parecía llevar un millón de años solo. Su rostro indicaba las incontables penas que le habían infringido las muchas décadas que sin duda arrastraba a su espalda, junto a la mochila, el fusil y los recuerdos. Era como una visión del pasado, el espectro de un republicano perdido en la noria de la historia, siempre girando sobre los mismos dolores, las mismas penas, las insuperables pérdidas.
Vestía un roído uniforme del ejército rojo, unas botas agujereadas y un anillo de bodas que no dejaba de meter y sacar de su esquelético dedo anular. El rostro calloso, las briznas de pelo color nicotina que asomaban por los laterales de su gorra, y unas lágrimas congeladas en sus ojos castaños les asustaron primero, para después causar en los niños una infinita aflicción.
Les sonrió con una boca escuálida y negra, y para ganarse su confianza, saco unas avellanas del bolsillo y les ofreció unas cuantas a cada uno. Las comieron juntos, utilizando una piedra para romper las cáscaras, y pronto sintieron curiosidad.
Les contó que el mundo se detuvo cuando los nacionales tomaron la comarca. Alguien les traicionó, nunca se supo quién, algunos huyeron monte a través y se reunieron con el tercio de Aragón, donde también fueron emboscados. Terminaron, hambrientos, y nuevamente traicionados, perdiendo Madrid, no sin antes luchar contra el ejército de desleales del judas Segismundo Casado, muchos fueron fusilados, otros encarcelados y abandonados al dictado temporal del hambre y las enfermedades, otros consiguieron salir de España. El se salvó, aunque no sabe cómo. Desde entonces vivió en los montes, solo, soñando con volver a casa, esperando que ya no le buscasen, que no le odiasen, pero cuando eso ocurrió, si es que alguna vez ocurrió, ya no sabía vivir de otra manera ni tenía valor para intentarlo. Lloraba, besaba su alianza, miró a los dos críos, con una desoladora expresión de certeza de que sería la última vez. Ellos le observaban emocionados y tristes, con encendida amargura, pero con un amor que no sabía negociar, les imploró que fuesen siempre libres, que no permitiesen que nadie les arrebatase la libertad. Revolvió el pelo duro y negro de Fernando y besó a Iñigo, una vez, dos, tres, muchas veces.

Y sin decir más, se fue, flotando por su trinchera, errante, silbando su triste canción, como una aparición de un pasado detenido en la memoria de muchos.




Comentarios

  1. Buen texto, amigo. Cada vez escribes mejor.

    Un abrazo!

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    1. Amigos que me han enseñado, el resto, ya sabes, un poco real, un poco (bastante) ficticio y una forma de pasar el tiempo haciendo algo que me encanta,
      Un abrazo.

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