El día que la esperanza se marchitó. Un día de terror en Cracovia.


Decidí pasear, para relajar los nervios y purificar las sentimientos, por la orilla del Vístula. A mi izquierda y mirando al cielo, que ya teñía de oscuro Cracovia, veíase el Castillo de Wawel, que desde la altura nos vigilaba.

Al llegar frente a la cueva del dragón -smok wawelski, como lo llaman en aquellas tierras- me quedé observando la amenazante figura de bronce, que sigue custodiando la entrada a las profundidades de la tierra. En un momento dado, el ser mitológico empezó a escupir fuego, una llamarada que permitía ver, entre la oscuridad que iba ganando terreno al día, sus fauces y una terrible expresión de maldad, de crueldad, como me imaginaba al Obersturmbannführer Hoess; después la llama desapareció y sólo quedó en el ambiente un leve pero perceptible olor a gas.

El fuego, el rostro de la bestia y el gas me devolvieron a las nueve de la mañana, al principio de aquél día maldito, de aquél día de confirmaciones y dolor, de incredulidad y -al menos en mi caso- batalla contra mi mismo para no dejarme dominar por el odio; aunque confieso que si me venció la rabia, la pena, la incomprensión, la impotencia.
Los setenta kilómetros que separan la bella Crakovia de la yerma planicie donde se extendió el campo de Auchwitz-Birkenau, parecen, vistos desde la ventanilla del autobús, una inhóspita ladera aguijoneada por eucaliptos y abedules, que fantasmagóricamente parecen convivir con una niebla perenne, húmeda y fría, que puede entenderse como prólogo de una maldad infinita escrita en la historia, y que se incrusta en el corazón y el cerebro de cualquiera que se sienta humano.


Frente a la puerta de Auchwitz, el escalofrío otorgaba a mi costado derecho una heladora sensación, como si alguien me acuchillara con una daga de escarcha. El cerebro en cambio hervía, atrapado por unos auriculares, por los cuales la voz, pequeña, afectada, aún incrédula de Mónica, nos narraba unos episodios que con 16 años apenas, empecé a conocer tras leer "Holocausto" de Gerald Green, siempre he pensado, que era demasiado joven.
Lo que más duro, no por inesperado ni por tener pleno convencimiento de ello, se me hizo, fue la constatación de la veracidad de lo que decían aquellas páginas que me aterraron cuando de adolescente, empapaba de dolor mi cama con las vivencias de unos personajes que se iban desintegrando por ser quienes eran, sin explicaciones ni piedad, sin juicio ni sentencia, como si su suerte fuese la voluntad de algún dios macabro.
Ver el horror con unos ojos que sólo lo habían conocido de manera indirecta, por medio de libros, o con pantallas de por medio, dando una nota de geometría artística al entorno, fue lo que me hizo hincar la rodilla, agotar el crédito que aún le daba al género humano. Por unos momentos, nada parecía tener sentido, nada parecía real, sentía que formábamos parte de un teatro, aquél de Calderón, tal vez, donde todos somos parte de un elenco elegido al azar por algún caprichoso y cruel ser infectado de maldad en estado puro, sólido, líquido y gaseoso.
En el trayecto de vuelta intenté relajar mi conciencia, que por motivos obvios se sentía culpable, todos lo somos me repetía una y otra vez, leyendo "Yo confieso", estupenda novela de Jaume Cabré, que fue la elegida para mi viaje por Polonia, pero que no ayudaba precisamente. Apagué el E-Book, y me quedé con los ojos congelados y la cabeza apoyada en la ventanilla, mirando los árboles, que me hacían muecas tristes, como diciendo: ya te lo advertimos.


Me di media vuelta y desanduve lo andado. Ahora el castillo se extendía a mi derecha y recortaba su silueta sobre una nube gris azulada que parecía resistir ante la negrura del cielo, que ya había teñido de oscuridad las aguas del río. Pensé que nada podía hacerme sentir humano aquella noche: las vías del tranvía me invocaron a aquellas que se estrellan contra la puerta del infierno de Birkenau, la puerta de la muerte, de la desesperanza, del final impuesto por el odio a nada, a nada, a nada...no encuentro a qué...no existe un qué.


Entré en un bar, era como una cueva, muy bonito y acogedor, estuve escuchando a Billie Holiday, y a Marvin Gaye, y la maravillosa versión de "Isn't it romantic" de Ella Fitzgerald.
Recurrí a lo de siempre: música y cerveza, libros y fantasía, humanidad y amistad. El día 20 de octubre de 2017 nada funcionaba, fue el día que la esperanza se marchitó para siempre en mi corazón, así lo sentí aquella tarde, frente a unos vasos vacíos mientras la Fitzerald lo intentaba, pero no, no es esta una historia romántica.



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