Javier y su Rosebud de cartón.


Javier no estaba de acuerdo con vender la vieja casa del pueblo. Sus hermanos se habían obcecado argumentando que ya no iba nadie, que solo daba gastos y problemas, y que la oferta del hijo del alcalde era la mejor que recibirían.

Javier entendía que era cierto, pero no podía evitar sentir pena. Aquella casa estaba ligada al recuerdo de la abuela Julia, siempre vestida de gris, en un luto pertinaz y monótono que mantuvo durante sesenta y dos años, desde que el abuelo Crisantos murió en la guerra, no se sabe cuándo exactamente, ni tampoco dónde.

Los abuelos solo tuvieron un hijo, no les dio tiempo a más: Melchor, el padre de Javier y de sus hermanos. Había muerto hacía ya más de dos años, dejando como herencia para sus tres hijos aquella casa en la que había crecido. Allí edificó una infancia sin padre ni alegría, sin risas y con más hambre que conocimientos. Escuálido cuerpo sin las suficientes proteínas y escuchimizada sesera, alimentada con apenas las cuatro reglas y una desatendida e ignorada dislexia.

Tras la mili, Melchor decidió dejar el pueblo, a su madre y una bicicleta vieja, que como represalia por su deserción, la abuela Julia regaló a un vecino, más pobre aún que ellos, pero que terminó haciendo fortuna, gracias en parte a aquella bicicleta.


Cuando Javier y sus hermanos eran niños pasaban el mes de agosto en el pueblo, ese veraneo era como la vuelta a la niñez para Melchor. En aquellas semanas pretendía recuperar por medio de sus anhelos y algunos recuerdos, una infancia que discurrió sin un padre, alguien a quien ni siquiera le unía un recuerdo visual, ni una lápida con su nombre escarificado sobre el mármol. Apenas le quedaba alguna fotografía nebulosa en los bordes, y con tacto de hostia consagrada.

En aquellas semanas de verano reproducía, siempre en compañía de Javier, el hijo mayor, la niñez que la guerra o el destino, le negaron. Durante el verano tenía la oportunidad de oficiar en su pueblo de padre, del padre que tantas veces se imaginó.

Y caminaban juntos por los montes que flanqueaban el pueblo, por los bosques y los senderos anexos a los ríos ya secos y mudos. Aquellos que en otro tiempo cantaban, dando pie musical a los pájaros, que huyeron y jamás volvieron tras la construcción del polígono industrial que hizo desaparecer las eras y el molino de Santiago.

Mientras, los hermanos pequeños se quedaban en casa con la abuela Julia y Piedad, la entregada madre y esposa que sufría en el infierno estival del pueblo una prolongación del duro y frustrante año de ama de casa, ahora en plaza ajena para empeorar la situación y ensanchar las ojeras y el desánimo.

Javier recorría los parajes y recuerdos de su padre, al que le gustaba contar, mientras caminaban, mil aventuras adornadas por la memoria e iluminadas por la necesidad de recuperar lo bueno que no fue, lo bonito que nunca llegó. Melchor buscaba cada agosto, una infancia merecida, justa y nutritiva en el paisaje de su niñez, para ofrecérsela a sus hijos.

Penetrando por última vez en la casa familiar los recuerdos se amontonaban en las retinas vidriosas de Javier mientras palpaba los enseres de la casa del pueblo, en realidad olvidada por todos desde hace años.

La despensa, vacía ahora, la recordaba rebosante de cestos de mimbre, con fruta cuidadosamente cubierta por paños para preservarla de las moscas. Imposible no recordar el olor a los chorizos y salchichones colgados de un clavo en la pared tras la puerta, y que aún seguía allí, joven y resistente como entonces. La alacena, con aquellos vasos verdes de Arcopal, polvorientos y aburridos; los platos de porcelana descascarillada y las tazas del desayuno, quebrada su piel por los ataques de la leche con cola-cao hirviendo que les servía la abuela a pesar de las protestas de cada mañana.

Y en el medio, como la reina de la casa que lo fue durante la niñez de Melchor, la vieja radio Telefunken: dormida y con el segundo botón empezando por la derecha desprovisto de su armadura de plástico castañeada por las décadas. En ella escuchaba furtivamente Onda Pirineos y las emisoras alemanas, a pesar de no entender nada de lo que decían.

La cocina era oscura, con su ventana de hierro agazapada tras una verja verde que el sol había descolorido. En la oscuridad de la noche, parecía aquella ventana una pantalla de cine, con sus visiones nocturnas de murciélagos orbitando alrededor de la casa, recortándose sus lúgubres siluetas sobre la luna clara y poderosa del verano castellano.

No se atrevió a penetrar en la habitación de la abuela. Se la imaginaba como siempre, como una sacristía donde dormir la vida en espera de la llegada de nada. Ni en el dormitorio donde sus padres dormían, y solo eso, pues la presencia de la pequeña Cris, en su cuna junto al lecho, y la vecindad insomne de la abuela, no permitía demasiadas licencias amorosas en aquellos ochenta aún escrutadores de los pecados de la carne impuestos por el clero vicioso, hipócrita y manchado de culpa del franquismo. Y es que en el pueblo, el régimen aún estaba presente en el esqueleto de muchos, que lo vivieron con el miedo refulgiendo en el tuétano de sus huesos temblorosos y descalcificados.

La habitación donde dormían los dos hijos mayores estaba vacía. Únicamente seguía en su sitio el viejo baúl que hacía las veces de mesilla de noche y armario donde guardar los juguetes, capitaneados por el camión de bomberos y el viejo catalejo de cartón que le regalase a Javier, un barbero amigo de infancia de Melchor y al que le llevaba cada año, antes de las fiestas, para lucir presentable ante el patrón el día del reparto del escabeche.


Abrió el baúl, rechinó como protestando ante la interrupción de su letargo por el sendero del olvido. Junto al camión de bomberos y varias pelotas de goma desinfladas, se encontraba el catalejo, blanco, con el borde más ancho rodeado de una línea negra; arrugado en el centro de su cuerpo cilíndrico, y cubierto de un polvo amarillo que se escabulló en cuanto Javier lo elevó y se lo llevó a los ojos.

Empezó a sonar el móvil. Matías, el vendedor de la inmobiliaria lo requería para entregar las llaves y que la casa pasase a disposición de los nuevos dueños: El hijo del alcalde, que no la quería para vivir en ella, eso seguro. En realidad Javier no quería saber para qué la quería. Estaba quemando sus últimos instantes en el pueblo y lo sabía. Las lágrimas brotaron de sus ojos, eran las lágrimas que su padre no supo, o no se pudo permitir derramar; las lágrimas que se quedaron solidificadas en las entrañas de Julia cuando le dijeron, con apenas veinticinco años, que Crisantos no volvería, que se había desintegrado en la furibunda espiral en que la historia convertiría la guerra, adjudicando la verdad a los escritos de los vencedores, obviando la vida de los que cayeron, si es que alguna vez existieron: "Si un árbol cae en un bosque y nadie está cerca para oírlo, ¿hace algún sonido?" (1).

Volviendo a casa, con el llanto reseco en las mejillas, Javier detuvo su coche en una cuneta. En el estómago borboteaba la pena; rugía en las tripas el recuerdo, que durante años permaneció mezquinamente olvidado, de los agostos en los que su padre le cogía de la mano y a su lado recuperaba lo que nunca conoció: su niñez.

Sus ojos se empañaban tras la cortina de polvorienta luz solar que inundaba aquel prado. Fijó su vista, más a la derecha, en las viejas escuelas y retrocedió a los agostos de los ochenta, y en su memoria volvía a vislumbrar las piernas de Isabelita, morenas, saladas, y entregadas a sus manos, contoneándose ante él bajo el paraguas de lujuria de su falda de mil colores que acto seguido acabaría arrojada sobre la hierba poblada de saltamontes.

Miró al horizonte enfrentándose al sol. El perfil del pueblo se hacía viejo por segundos en la línea del fin del mundo. Usó su mano como visera y lloró por la juventud perdida, malgastada e irrecuperable.


De repente, reparó en el catalejo junto al asiento del conductor, lo tomó y miró a través de él. Apuntó hacia el pueblo y como si de un milagro de la naturaleza, justa y piadosa, se tratase, pudo volver a ver, al final de aquellos cristales sin apenas aumentos, a su padre caminando con una vara de avellano como improvisado bastón, contándole cómo hacían travesuras los domingos de invierno cuando los vecinos salían de misa, y como luego tocaba correr con la benemérita pisándoles los talones. Y volvió a contemplar la poderosa figura de la abuela Julia, con su rostro esculpido por el dolor y una estúpida dignidad encorvando su espalda, acarreando un enorme balde de latón con la ropa de todos sus nietos, camino del lavadero. Y al bobalicón barbero contándole las mismas historias, año tras año, sobre lo buen lateral derecho que era 'el Melchor'. Y a su abnegada madre, triste semblante, hablando con unas vecinas sentadas a la fresca, contando los minutos para que acabase aquel verano saturado de ignominias aldeanas. Y los muslos huesudos de Isabelita, y su rodilla magullada por las zarzas, y su saliva, aplicada por unos labios temblorosos y anhelantes sobre la roja y dura cicatriz, para sanar la piel adolescente, y su olor a galleta María y a libido, y el tacto de su pecho silvestre, salvaje, indómito...Y entonces sonrío, y tembló de emoción, y dio gracias al mundo por los recuerdos, y guardó el catalejo como un tesoro, como su Rosebud particular, y enfiló la comarcal sin mirar atrás, en busca del resto de su vida.

Texto corregido y puntualizado por Paco Evánder.


(1) Famoso koan del budismo zen. Atribuida la inicial inquietud filosófica a George Berkeley.

Comentarios

  1. Todos recordaremos, hubiésemos nacido en el rural o no, algún pueblo de nuestra infancia, pueblo de vacaciones o aquel maravillo lugar donde viven o vivían nuestros abuelos. Estos pueblos, para que no continúen envejeciéndose, deben ser remodelados, cambiándose los bancos públicos y su iluminación.

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