Los domingos bohemios, Otis y el fútbol.


Un alarido colectivo rompió la ensoñación producida por "I've been loving you too long".
- ¡¡¡Goooooollll!!!-
Los futboleros no parecían reparar en la presencia flotante y terapéutica de la voz de Otis Redding suministrando caricias y terciopelo a los corazones y labios de algunos presentes, dedicados más a los besos que a la pelota.
Ella sonrió cuando él, en el fondo no tan ajeno al fútbol, retiró fugazmente su mirada para ver quién había marcado. Su expresión era de alegría. Se acercó y la besó. Besos de cerveza y victoria local.
Los domingos se habían convertido en su escondrijo, como el niño que siempre recurre al mismo rincón cuando juega con sus amigos, sabedor de que ha encontrado un lugar que le hace invisible ante el mundo; una guarida que lo mismo le sirve para vencer en los juegos -como aquella noche el Athletic- que para sentirse fuera de él mismo, observándose desde un mirador ajeno y objetivo, como si otra persona le analizase desde allí sin ser vista y luego le transmitiese lo que ve por circuitos mágicos e instantáneos.
Así se sentían ellos. Cada domingo se vestían de otras personas y juntaban sus manos. Jugaban a ser novios, como si fuesen adolescentes, como cuando se conocieron en el instituto, antes de empezar a equivocarse.
Ella pintaba su mirada de mujer subyugante y enamorada y él dejaba al rockero soñador a un lado para transformarse en un misterioso y romántico intelectual ataviado con pantalones de pinzas.
Se emboscaban tras las mesas menos iluminadas de los garitos de los barrios más románticos y pedantes de la ciudad, donde nadie les conocería; los del barrio no frecuentan la zona bohemia de Bilbao. Incluso allí el fútbol era el rey.
Sabían que el juego no era tal, que cuando se triunfa en los juegos el final no se baña con lágrimas. Ellos triunfaban cada domingo, y lloraban cuando la madrugada les llamaba a acuartelarse en la normalidad, en el día a día.
Pero durante unas horas podían beberse los minutos, y dibujar paraísos en sus espaldas con las yemas de sus dedos. Durante unas horas no había cronología y el orden del día era improvisar, buscar la verdad propia en el paladar del oponente y permitir que los secretos se presentasen en papel de regalo de seda, como sorpresas lujuriosas que en la madrugada se autodestruyen.
Los domingos poseían el tiempo necesario para destripar sus días. Todas las ternuras que han visto desfilar ante si durante la semana, y que han sido almacenadas para contarselas el domingo al otro, son por fin disparadas, compartidas. Finalmente sus domingos dan razón de ser a todos sus días.
Los abrazos que les hacen temblar los párpados otorgan eternidad a sus noches. Los dientes de él se clavan en su hombro y ella parece tocar el piano con sus costillas. Los domingos por la noche beben y ríen, sueñan y recuerdan, y saben, o deben saber, que ese tiempo se acaba, que la vida envidiosa impondrá sus reglas. No les dejará ser esos novios cuarentones evadiéndose de sus vidas unas horas cada semana.
- ¿Y entonces?...
- Hasta entonces sigue besándome...

Y volvía a cantar Otis en el viejo tocadiscos de él.




Texto revisado y corregido por mi amigo Paco Evánder.

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