Diario onírico de un solitario. Las paranoias de Addi.


Cuando llegó a casa hacía más de dos horas que la noche dominaba el firmamento. Cerró la puerta por dentro y dejó la llave de seguridad incrustada en la cerradura. Todas las noches repetía la misma maniobra. Sabía que era la mejor fórmula para no dejarse las llaves dentro de casa. Al salir al día siguiente tendría por fuerza que volver a abrir el cerrojo y en ese momento introduciría el manojo de llaves en uno de sus bolsillos, exactamente en el bolsillo delantero izquierdo de los vaqueros.
Muchos años atrás, cuando decidió irse a vivir solo, una compañera de trabajo cuyo nombre no conseguía recordar, y que le aventajaba en unos seis o siete años, le advirtió con un tono que nunca conseguía recordar:
-En cuanto empieces a vivir sólo, olvídate de dormir como hasta ahora. Yo nunca he vuelto a dormir como en casa de mis padres.
Por supuesto no hizo el menor caso a aquella teoría, basada únicamente en una experiencia personal. Siempre durmió como un lirón, y no tenía planeado que el cambio de residencia fuese a dar al traste con una de sus aficiones favoritas. Gustaba de dormir hasta el mediodía los fines de semana, aunque se hubiese acostado temprano la noche anterior.
Muchas veces pensaba en aquellas palabras y les daba el justo reconocimiento de premonitorias que merecían. Pues en efecto, nunca volvió a dormir como de zagal, como cuando la seguridad del hogar paterno parecía velar sus sueños. Hoy, muchos años después, la esperanza de dormir más de cinco o seis horas por noche, en el mejor de los casos, era inexistente, y los sueños eran prácticamente lo único que le hacía pensar que permanecía en el mundo de los despiertos. Aunque pueda resultar paradójica aquella sensación, así lo sentía cada vez que se enfrentaba a la hoja en blanco con alguno de sus sueños debidamente reformado para transcribir al formato narrativo.
Se preparó un sándwich con queso, jamón y una rodaja de tomate, y calentó un tazón de leche a la que añadió una cucharada de cola-cao. Después de cenar frente a la televisión decidió, como cada noche, sentarse delante del ordenador. Tenía un sueño que escribir, otro extraño sueño incomprensible y delirante.


Hacía tiempo que había decidido dormir con una libreta y un boli en la mesilla de noche, junto al despertador, la lámpara flexo y un par de galletas Chiquilín. Cada vez que algún sueño le despertaba en mitad de la noche, encendía la lamparita flexo y anotaba lo que había sucedido en su sueño mientras daba cuenta de las galletas, fuese lo que fuese y por muy extraño que pudiese resultar. Lo describía lo más fielmente que la modorra le permitía, pero se tomaba su tiempo. No le importaba la hora. Era consciente que de no hacerlo así, a la mañana no recordaría nada de lo soñado.
Por la noche recuperaba la libreta y releía lo escrito. Era bastante habitual que se tratase de batiburrillos sin sentido, pero no se resignaba a arrojar aquellas anotaciones al olvido y siempre sacaba algo de ellas.
Lo transcribía como podía para hacerlo verosímil, y finalmente escribía una historia con ello, un relato de no más de dos o tres cuartillas. Después lo archivaba en el disco duro, en una carpeta que tituló: "Diario onírico de un solitario".
Eligió un disco, como cada noche, para despiezar sus historietas inconscientes. Le pareció que un poco de jazz podía resultar conveniente para relatar la extraña ocurrencia que su imaginación traidora le pasó, como si de una película se tratase, la madrugada anterior.
Finalmente pinchó "I just dropped by to say hello" de Johnny Hartman, y empezó a escribir, dejándose guiar por las anotaciones de su libreta y por los susurros que un vaso de bourbon Four Roses deslizaba sobre su cerebro:
<<Por algún motivo desconocido -los sueños no exigen explicaciones a respecto de localizaciones- me encontraba en Puerto Banús. En la zona del muelle, las tiendas de lujo se alinean como piezas de un dominó prestas a caer, como en una de esas divertidas performance que suelen salir a última hora del telediario, antes del fútbol. Caminaba entre la gente VIP, ataviado con mi mono azul mahón de trabajo, unas sandalias viejas que cubrían mis pies embutidos en unos calcetines color rosa, y una gorra de baseball de los San Diego Padres, equipo del que en estado de consciencia ignoraba su existencia.
Poco a poco me iba situando. Según parecía, el motivo de mi presencia en Marbella era la necesidad de adquirir unas gafas. El último reconocimiento médico me había detectado una incipiente presbicia, cosa propia de la edad, y era necesario por tanto hacerme con unas gafas bifocales para corregir el defecto. Estaba en una zona de comercios, por lo cual me parecía el lugar apropiado.
Entré finalmente en una lujosa tienda. Me llamó la atención una alfombra morada que se extendía en la acera. No podía dejar de pensar en el calamitoso estado en que quedaría si empezaba a llover; claro que en Marbella la lluvia tendrá que pedir permiso a los dueños de los yates y a los ricos que pagan siete pavos por un café en las terrazas de la calle José Meliá. Eso me imaginaba mientras accedía con paso firme al establecimiento, esquivando las expresiones de escándalo que dibujaban los ojos de las dependientas, posiblemente extrañadas por mi singular atuendo.
Una vez frente a la encargada, una mujer de mediana edad, pintada como una momia egipcia y con un color de pelo inverosímil, le relaté mi problema. Me indicó que aquella era una tienda exclusiva de moda, famosa por sus carísimos zapatos. También tenían gafas, de diseño y muy caras. Supuso la reencarnación de Nefertiti que un servidor no dispondría del pecunio suficiente para adquirir alguna de las lentes que allí se vendían. Y lo cierto es que tenía razón.



A punto estaba de abandonar el tiendorro cuando me tropecé con una señora cuyo rostro me parecía familiar. Al disculparme me di cuenta de que se trataba de Isabel Pantoja. Sí, como oyen. Isabel Pantoja se encontraba ante mí aceptando mis disculpas por el incidente y haciéndome ojitos.
-Disculpas aceptadas caballero, pero ¿se puede saber qué hace vestido de esa guisa en una de las boutiques más caras de Puerto Banús?- Me preguntó con una sonrisa que me pareció encantadora.
-Necesito unas gafas para corregir un problema de vista cansada, de presbicia ¿sabe usted?, y como aquí venden gafas...
-Y ¿cuál es el problema? -preguntó con evidente interés.
-No tengo suficiente dinero para pagarlas, son muy caras. Creo que el hecho de que estén decoradas con brillantes tiene algo que ver con el precio, ¡que me parece desmesurado la verdad!- Isabel sonrió. Creo que a estas alturas la intimidad despertada entre nosotros me autorizaba a llamarla Isabel.
Y me propuso con total resolución:
-Vamos a hacer una cosa. Yo vengo a comprar unos zapatos. Si usted me recomienda unos bonitos, que me convenzan a la primera, yo conseguiré sus lentes. ¿Qué le parece?-. Como no tenía nada que perder, accedí.
Nos acercamos a un estante donde unos zapatos que eran tocayos del mamarracho de mi jefe se exponían dentro de unas vitrinas de cristal limpísimo -recordé que las ventanas de casa necesitaban una limpieza urgente.
Elegí unos blancos, con piedras verdes salpicadas por las tiras de cuero del empeine, y una hebilla que brillaba mucho. Lo mismo eran de oro, pensé.
-Me encantan. Qué buen gusto tiene mi pordiosero amigo. Póngamelos por favor, me los llevo puestos-. Y mirándome con agradecimiento, me acarició la mejilla mientras decía:
-Le toca elegir a usted unas gafas. - Parecía dispuesta a cumplir con su parte del trato, para que luego digan...
Elegí las primeras que había visto antes del encontronazo con mi amiga la coplista. Unas bastante discretas, azules con brillantes y una línea dorada que subrayaba la patilla hasta perderse entre los pelos que cubrían mis orejas.
Tras la compra, mi nueva amiga se deslizó hacia el centro del establecimiento con un giro de cadera felino y se plantó allí con mucho embrujo. Como quien no quiere la cosa apareció una señora con cara de pocos amigos -también me sonaba de algo- que le tendió una bata de cola roja y oro. Apareció una orquesta formada por cinco ministros del PP. Tras ellos, Mariano Rajoy vestido de faralaes entró en escena con una silla de madera y mimbre. La depositó junto a Isabel y se sentó sujetando una guitarra española que evidentemente no sabía por dónde agarrar.
La tienda se llenó de gente. Todos gritaban al unísono:
-¡¡¡Isabel!!!, ¡¡¡Isabel!!!, ¡¡¡Isabel!!!
Entonces la viuda de España empezó a cantar "Marinero de luces" ante la emoción de los presentes, que empezaron a llorar desconsoladamente.
Decidí abandonar el lugar aprovechando el tumulto provocado por el improvisado recital. Ya en la calle me crucé con Paquirrín. Estaba vendiendo uno de sus discos de oro a un tipo que se parecía a Toni Montana -el de "Scarface" ya saben.
Corrí por la avenida hasta una esquina, que doblé tras un derrapaje que acabó con una de mis sandalias en el centro de la calzada... y entonces me desperté.>>
En ese momento terminaba Johnny Hartman de cantar "How sweet it is to be in love". Era el momento de irse a la cama.
-Tal vez me espere algún sueño esta noche...- pensé.




Reparaciones y andamiaje gramatical a cargo de Paco Evánder.

Comentarios

  1. Vaya puntazo, tío, lo del sueño con la Pantoja.

    Buen relato, una vez más:
    Un abrazo!

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    1. Jejeje... Gracias Evánder. Creo que estamos perdiendo la poca coherencia que nateníamos.
      Un abrazo.

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